Os traigo una imagen de la pre-Navidad en Lyon, con el frío inmenso (lo siento...yo no sé vivir por debajo de los 18º) y un vídeo de la fiesta de La Luz.
Sólo tengo unos minutos. Justamente hoy estoy sin internet. No era un cierre por inventario tan literal ...jajajjaja...pero hay duendes que se lo han creído. Voy a resolver el problema informático y contestaré a todos como es debido: CON CARIÑO ENORME!!!
Ovillejo: combinación métrica que consta de tres versos octosílabos, seguidos cada uno de ellos de un pie quebrado que con él forma consonancia, y de una redondilla cuyo último verso se compone de los tres pies quebrados. Como puede verse, se trata de una estrofa de 10 versos de arte menor, dividida en tres pareados y una redondilla. Los pareados se componen de octosílabos y trisílabos. Y luego se le añade la redondilla que es toda de ocho sílabas. En el décimo verso tienen que quedar condensados los tres versos del pie quebrado de los pareados. No tienen por qué tener los ovillejos interrogantes. Hay muchos que no los tienen. Aunque la mayoría se hace con interrogantes, tal vez por la facilidad de dar una respuesta.
¿Qué necesita ese niño?
Cariño.
¿Qué está pasando en la tierra?
La guerra.
¿Cambiaremos de universos?
Con versos. En estos tiempos adversos habrá que usar la palabra transformando, abracadabra, guerra con cariño y versos.
A veces, temo que se me desdibuje su cara, que se pierda en mi memoria el sonido de su voz, que olvide su olor…
Por eso, de vez en cuando, pongo vídeos antiguos.
Por eso entro en su baño para oler su colonia y abrazo la camisa que mi madre conserva sin guardar en el armario, colgada del galán de noche, como si aún esperase a su dueño.
Hoy hace cinco años de la última charla con mi padre.
Los últimos días hasta que murió, el veintiocho de octubre de 2005, son una nebulosa en mis recuerdos. Se resisten a olvidarse pero no se quedan fijos lo suficiente como para poder recordar y retener cada detalle.
En abril de 2005, mi padre empezó a encontrarse mal.
La espalda le dolía terriblemente y casi arrastraba una pierna al caminar. El médico lo achacó a las dos hernias discales que tenía en la columna y le atiborró de antiinflamatorios y analgésicos. De vez en cuando le cambiaba el tratamiento y así siguió algunos meses, hasta que mi padre ya no pudo acudir al centro de salud y éramos mi madre, mi hermana y yo las que íbamos a por la medicación.
En junio, la desmejora de mi padre ya fue patente. Los nueve kilos perdidos, las ojeras, el andar doliente…de repente los setenta años tan bien llevados (qué presumido era, qué coqueto…) se convirtieron en veinte más. Pasó de aparentar sesenta a ochenta años en dos meses.
El veinte de junio ingresó de urgencia en el Hospital General.
Fueron unos días terribles.
Las miradas entre mi hermana y yo decían que ya sabíamos lo que los médicos nos dilataban.
Pruebas y más pruebas. Horribles y dolorosas.
Y siempre la duda, la incertidumbre…que era lo más penoso.
Suplicando información. Y siempre dándonos largas…
Y noches eternas escuchando los quejidos de los compañeros de habitación que pasaron por allí en cuarenta y cinco días agónicos. Noches de mal dormir en un sillón, vigilando a escondidas el subir y bajar del pecho de mi padre, con el corazón encogido por el temor de no verlo respirar.
Hasta que, a finales de julio, llegó el diagnóstico: cáncer de pulmón, con metástasis en huesos e hígado.
Terminal.
Nos trasladaron al Hospital Provincial, a la sección de oncología, y comenzó el principio del fin.
Aprendimos a cerrar el gotero cuando se terminaba. A distinguir el sonido de la máquina que controlaba el suministro de sueros y morfina.
A ponerle el oxígeno cuando la respiración se hacía fatigosa.
Aprendimos a vivir días extraños.
Días extraños, dejando de lado trabajo, casa, marido e hijas. Días de combinaciones imposibles intentando llegar a todo. De seguir intentando llegar a todo: mis niñas, mi madre… mi padre que se me iba.
Durmiendo a saltos cada rato que robaba a la vida, en cualquier sillón, en cualquier rincón, cuando el sueño, por fin, vencía a los pensamientos de impotencia.
Noches alternadas con mi hermana.
La noche que pasaba en mi casa, no dormía porque ansiaba estar al lado de mi padre. La que estaba en el hospital, no dormía porque apurábamos los últimos momentos que, sabíamos, se nos esfumaban.
Noches de manos entrelazadas, de viajes al pasado feliz y al futuro incierto.
De confidencias.
De paseos al baño ayudando a ese cuerpo que ya no era el de mi padre a que pudiera hacer sus necesidades que él, pudoroso siempre, aguantaba hasta que yo llegaba a su lado, por no pedirlo a mi madre, a mi hermana, a las enfermeras…
De intentos de que cenase para seguir resistiendo.
De risas amargas con los recuerdos imposibles de eternizar.
De charlas metafísicas agarrándonos al sueño del reencuentro más allá de los cuerpos estropeados y caducos.
Recuerdo una en particular. Imposible olvidarla.
Un anuncio en la televisión, una pregunta trivial:
- “si volvieses a nacer, ¿qué te gustaría ser?”
Unas miradas cruzadas, unos minutos de silencio. Y su respuesta:
- “sin dudarlo: si volviera a nacer, me gustaría ser tu padre”.
El veintiséis de octubre de 2005, al entrar en su habitación, por la mañana (esa noche había dormido mi hermana en el hospital), se despertó y me dijo: